Nos sonreía desde cerca



Y nosotras tres lo mirábamos porque debía partir. Fue un instante. Breve. Partió. Nos miró otra vez. Nosotras nos miramos y sonreímos. Porque detrás nuestro estaba nuestro hogar. Ese donde nos sentíamos seguras. Podíamos ver la luna creciente iluminando las hojas de la palma que nos abrigaba. Y los árboles amigos que después de que les pedimos permiso sostenían amablemente nuestro techo. Y nos daban abrigo.



Hace frío. Mucho frío. El viento sopla. Casi silbaba. Las plantas hablaban. Susurraban. Decían algo en otro lenguaje. En uno distinto. Uno incomprensible. Incorrecto. Uno que aún ellas no entienden y que en un acto sublime de nobleza se retiran al escucharlo. Se doblegaron las hojas. Se retiraron y permitieron que silenciosamente todo pasara. Se oían gritos. Se veía fuego. Se escuchaba un sonido nuevo. Un sonido ensordecedor. Todo brillaba. Pero también estaba oscuro. Helaba. Todos corrían. Había confusión. Era el caos. Olía distinto. Olía a muerte sin permiso. A muerte sin perdón. Olía a sacrificio innecesario.



Nos sonreía desde cerca. Pero este era otro. No era el mismo. No era el amigo. No era quien ofrecimos nuestro oro. Nuestra sal. Nuestras plantas. No era el mismo. Era otro. Era el caos resumido en su alma. Y el desconcierto de todos nos tomó por sorpresa y nos dejó presos en nuestro dolor. Yunte corrió. Kusima intentó llegar. Estiró su manito mientras la cargaban y ella pataleaba mirándome sin que yo pudiera hacer nada. Se perdió en la oscuridad. Las hojas la despidieron. Brillaron por última vez. Y la luna creciendo me dejó verla perderse en mi selva para siempre. Eran muchos. Todo fue pronto. Fue rápido. Nadie pudo hacer nada. Nunca pensamos que seríamos atacados por estos nuevos seres. Animales iguales pero distintos que llegaron a nuestros bosques. El olor nos traicionó. Y nos traicionó la verdad. Y nos traicionó la mirada. Y nos traicionó la humildad. Y nos traicionó la bondad. Y llego la barbarie. Una palabra desconocida pero sentida en los corazones de muchos. No en los nuestros.



Me escondí. Abracé al zarro. Me fundí en él. Me desaparecí en sus sombras. En sus raíces. Y fuimos uno. Pero debí presenciar como mataban a mis amigos. A mis hermanos. A mi padre y a mi madre. A mis hijos. A mi esposo. Y mi pueblo desapareció. Para siempre. Yunte y Kúsima no volvieron. Las busque como ellas. Luego las busqué como piedra y como árbol. Las busque como semilla. Como mariposa. Como libélula. Las busque en águila y en viento. Las busque en hoja y en tierra. Las busque en libertad. Pero las halle atrapadas en el dolor de esa muerte que solo existe cuando no hay causa. Cuando no hay motivo. Cuando el poseer nuestros tesoros superó el valor de poseer nuestro conocimiento. De conocer nuestros espíritus. De habernos vistos envueltos en ese loco e indescifrable mundo de otra naturaleza humana que no conocíamos...



Y nos enviamos señales. Y siendo águilas fuimos a donde nuestros pueblos hermanos de norte y sur y de oriente y occidente. Del cielo y de la tierra. Del fuego y del aire. Y les hablamos en silencio. Les hablamos con nuestro pensamiento. Y les contamos qué pasaba. Pero pasaba por doquier... Nos aniquilaban a todos... Y nuestras tierras comenzaron a ser desiertos. Y donde había agua ella se escondía. Y donde había oro el desaparecía. Y donde había sal, las aves no volvían. Y yo siendo zarro te busqué. Intentaba comprender. Y el dolor que ya sentía me decía que ya ni siquiera mis dedos tocaban el zarro. Ni mis pies la hojarasca. Ni mi piel el viento. Ni mis ojos el firmamento. Ya era todos ellos. Ya era Yunte y Kúsima y oro y mar y alegría y muerte y paz... Todas en una.



Y mi espíritu intentaba danzar. Pero estaba atada. MI corazón aún ardía en el fuego de los hombres de hojalata que habían venido en son de paz a mi pueblo. Y les dimos lo mejor de nuestras huertas. Y les dimos las piedras más brillantes. Y les dimos las plantas que sanaron sus pies maltratados y heridos. Les dimos de beber cuando sus cuerpos sedientos de buscarnos necesitaban el agua que nosotros protegíamos. Los cuidamos. Los protegimos. Para que pudieran, sin nosotros saberlo, cazarnos. Esclavizarnos en nuestras propias tierras. Violentar nuestras almas y nuestro espíritu, hasta que sus cuerpos saciados de tanto dolor, decidieran que hacer con ese cuerpo en donde ya ninguna de nosotras habitaba.



Te envié señales. Te busque en esa estrella de oriente en la que titilabas. Pero la niebla te tapaba y yo te perseguía e iba tras de ti. Para que me dieras fuerza. Para que me dieras el último aliento antes de volver al cosmos del que hago parte. Porque antes de partir debía entender. Debía verte otra vez. Debía poder tocarte para dejarte saber que cuando tú partiste, ellos llegaron y se llevaron todo. Y yo no pude proteger a nuestras hijas. Y no pude evitar que me violaran y que me mataran. No pude evitar que tu águila amiga y quien siempre te esperaba, recibiera en pleno vuelo, un destello luminoso que la haría caer en pleno vuelo. Y yo volé hacia ella mientras un destello vino hacia mi. Y juntas volamos al universo.



Sonreíste desde lejos y yo aún te busco. Y he regresado buscándote. Hasta que hace poco te hallé para decirte que ese hombre blanco que trajiste el otro día había regresado cuando tú no estabas y había acabado con todo lo que tú conocías.



Y todos sonreían desde cerca…desde muy cerca.

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