Me golpeaba fuerte



Y sentía su corazón latir al lado de mi ombligo. Lo apreté en silencio. Cerré los ojos. Acuné en mi vientre durante nueve meses al ser que más amo. Dormí tocando su corazón con mis pensamientos, le canté canciones del pasado mientras soñaba con verlo.



Y un día sin pensarlo, así de rápido y en medio de complicaciones, me dijeron, sos mamá. Mi corazón por poco se detiene. Literal. Algunos médicos me atendieron. Pobre de ellos. Pero sé que allí ese día, presenciaron varios milagros. De alguna parte, de otro mundo, de ese lugar desconocido del que venimos bajó mi ángel. Tocó mi alma, me sentenció de por vida a amarlo y a protegerlo. A quererlo más que a mi propia vida. Más que a todas las vidas juntas de los que amo. Más que a cualquier cosa imaginada. Fue prematuro y sus pulmones parecían débiles, no podía mamar y con insistencia, ese padre hermoso que le escogí durante seis horas le insistió jugando a ser una teta. Le dijo que si. Que intentara, que él podía. Y pudo. Y así nuestro hijo mamó por primera vez con sus 1600 gramos de peso, y con pocas probabilidades de sobrevivir pero con todas las ganas de vivir.



Ser madre. Ser. Dar vida. Qué maravilla. Diariamente lo pienso. Estamos perfectamente diseñadas para albergar en nuestro cuerpo la vida. Qué misterio. Qué privilegio. Qué poder...que sabiduría la que debemos tener en nuestro cuerpo, todos los seres que damos vida. Qué capacidad de entrega. Qué paciencia. Qué forma de amar tan inmensa. Nos damos total. Sin reparo alguno. Sin importar cuánto destiña nuestro cuerpo, porque nuestro espíritu brilla de otra forma cuando estamos con otra vida adentro de nosotros y luego fuera de ella.



Cuánto nos cuenta cortar ese cordón umbilical. Ese que ya nadie ve pero que nosotros sentimos como ese polo a tierra que nos mantiene centradas por el resto de nuestra existencia. Qué honor sentir esa conexión energética que nos hace saber si nuestros hijos están bien o mal. Por eso decimos cuando algo es extremadamente doloroso “es que me duele el ombligo”. Porque sabemos a ciencia cierta que no puede haber nada más doloroso. Ahí tenemos nuestra primera separación...nuestro primer corte. Nuestra primera cicatriz. Cada rato me lo sobo...y sé que allí debe haber algo especial. Ahí está ese mi centro, por donde alimenté a mi hijo y por donde ciertamente le ayudé a aferrarse a esta vida. Y por donde yo me aferré a la mía. Todos somos hijos. De una madre. Eso tenemos en común. De distintas. Pero al final iguales. Madres al fin y al cabo. Hijos todos.



Agradezco la que escogí o me escogió. Ese misterio lo sabré el día que este destinado. Mientras llega es un constante aprendizaje. Mutuo. De dos seres. Que vivimos juntos nueve meses o menos, nunca másAna Maria Benavides. Que tuvimos la suerte de compartir un tiempo también misterioso. Y ese nos hace inseparables. Nos hace siempre tratar. Comprendernos. Amarnos incondicionalmente. Sin medida. Algunos nos perdemos. Pero también nos encontramos. Y entonces recuperar el tiempo perdido es una gran satisfacción. Amo a mi madre más que a mi vida. Daría mi vida por ella. Sin duda. Porque ella dio la suya por mi y mi hermano. Y así nuestra semilla es hoy parte del futuro. Así mi hijo hará madre a una hermosa mujer cuando sea el tiempo. Y mis sobrinos me darán también el placer en algún momento de acunar en este mundo a esos hijos que también son mi sangre.



No ha sido fácil. Nadie nos dijo que lo iba a ser. Pero nadie tampoco nos dijo cuánta felicidad podíamos sentir y cuánto placer. Debo confesar que cada que veo a mi hijo siento que hago parte de algo. Que el cosmos está acá justo en mis entrañas. Qué el universo hace parte de mi y que yo vengo de él. Que todos somos uno y que ciertamente estamos conectados. De una forma invisible a nuestros ojos pero visible al corazón. Cuando comparto el tiempo que tengo con mi madre procuro tener la paciencia que nunca tuve. Vengo de ella. Salí de ella. Soy parte de su cuerpo y ya solo por eso debo respetarla y amarla. Envejece. Como yo. Muere. Como yo. Porque nacemos para lentamente volver a donde venimos. Me dio su sangre y yo no tengo como agradecerle. Porque por ella haberme dado mi vida, yo hoy tengo el mayor privilegio que cualquier ser pueda sentir. Ser madre. Algo que parece tan simple pero que cuando lo asumes con la responsabilidad que implica entonces sabes que estas ante lo más grande. Ante lo más sagrado. Ante lo que aún no se sabe como hacerse sino de esta forma. Dar vida. Albergar esa posibilidad que tiene una especie para mantenerse. Para existir.



A todas las madres gracias. Porque son ellas las que perpetúan nuestra especie. Envío siempre todo mi amor a quienes ya no las tienen. Porque sé el tesoro que han perdido. El mayor. Y también les envío todo mi amor a las madres que han perdido a sus hijos. Porque ellas también sin duda han perdido su mayor tesoro. Innombrable. De sólo pensarlo mi piel se eriza hasta que siento que toda la energía contenida en mi cuerpo se sale por mis lágrimas y me roba el aliento. Me paraliza. No es una excusa. Hoy es un día maravilloso para celebrar. Pensarnos. Para reconocernos como esas mujeres que corremos con los lobos y vamos con ellos cuidando la manada. Porque estamos siempre alertas y conectadas. Porque siempre estamos con ellos. A donde quieran que vayan. Sé que también las hay desconectadas y para ellas siempre pido que vuelvan a su centro. Para que recobren ese milagro que somos. Esa paz que podemos ser. Ese amor absoluto que nos hace. Ese calor inagotable. Ese abrazo eterno. MadreMargarita Sernagracias. Sos mi vida. Y yo la tuya. Te perdí durante mucho tiempo. Fue así. Pero hoy nos tenemos y eso es lo importante.



Madres gracias. Son millones de vidas y ellos las suyas. Son ustedes y soy yo también las tejedoras de nueva vida. De esa que necesitamos. De esa que nos hará comprender este vasto misterio al que llamamos vida.

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