Su vestido tenía muchos pliegues



Parecía perfectamente planchado. Pero ninguno estaba planchado. Así como tampoco estaba peinado su pelo, ni limpios sus pies, ni aseada su cara. Sostenía un bebé. “Enfermo”, me dice. ¿Qué es esto? Me pregunta. Yo en otro momento seguramente desde la distancia tendría mi cámara lista para captar esto que me conmovía. El morado de su vestido era impecable. Más que cualquiera otra cosa suya. Pero estaba yo allí, a su lado, solo con mi piel para captarla, para entenderla. ¿De dónde vienes? Del Chocó. Tal vez pensó que yo no sabía dónde era eso. ¿De que parte? San Juan. Y su hijita que estaba en la ventana, me miró y se sonrío. Y ambas hablaron un dialecto que solo me produjo placer. No entendía yo nada pero era una lengua hermosa y se daban el lujo de hablarla para que yo no entendiera. Nada. Pero nada es nada.





Y entonces las observé y aún sabiendo de sus necesidades, eran tan obvias, vi la pureza de sus ojos, la sensibilidad de su cuerpo pequeñito, de su cabello largo y lacio, de su soledad en medio de estos lejanos municipios a los que vienen en busca de algo. No creo que se vengan pensando en mendigar. En su tierra no son mendigas. Son ricas en medio de una pobreza absurda de quienes los gobiernan allí. De incapacidades políticas de potenciarlos y enriquecerlos y dignificarlos. Son ricos. Mucho. Son hasta capaces de hablar castellano y de mantener su lengua, sus vestidos, sus trenzas, sus collares y toda su identidad, a pesar de las adversidades a las que se ven enfrentados.





Nosotros en cambio ya no parecemos ni de aquí. A mi me gustan los collares. Y por usarlos me catalogan de “hippie”. No me molesta. Porque siento puro orgullo de andar con los tejidos de mi gente, en mis mochilas, en mis zapatos, en mis collares, en todos esos colgandejos que nos caracterizan. Ella me reconoció. No sé si lo vio en mis ojos. O se lo dijeron mis chaquiras en mi cuello. Y entonces fuimos dos mujeres hablando una misma lengua. Una universal. El lenguaje solo posible por esos símbolos que usamos y que nos marcan. Ella vio en mi en medio de esta selva de cemento una que como ella podría estar perdida o no. Lo cierto es que nos reconocimos como iguales y nuestras sonrisas fueron honestas y compasivas. Fueron humanas.



Sus caras me dijeron tanto. De andares y avatares. De sufrimiento y agonías. Y sentí puro dolor. Dolor puro. Dolor solidario. Dolor dolor. Del más sano. Me bajé pensativa, no sin antes entregarle un maní y algo para que desayunara con sus hijitos. Sus ojos brillaron. Apretó el billete como si fuera su tesoro. Lo arrugó más que sus pliegues, Lo apretó fuerte. Lo hizo suyo y ahí si creo que para que se lo recibieran necesitaría más planchado que sus pliegues. Su hija me miró y sin sonreír, sus ojos sonrieron. Me abrazó con su mirada. Me embriagó de ellas.

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